PÚBLICO 27 junio de 2011
GONZALO BOYE
Cuando Baltasar Garzón lleva más de un año suspendido por intentar investigar los crímenes del franquismo, resulta conveniente recordar que, si bien su situación es única, lo realmente grave es el motivo de su persecución: la excusa es que ha tocado un tema tabú (la desmemoria sobre el franquismo), y la causa es su investigación de la corrupción. Tanto la excusa como la causa son graves y reflejan el mantenimiento de una situación indignante.
Tal cual decía hace escasas semanas el magistrado José Antonio Martín Pallín, “este proceso constituye una especie de aviso a navegantes en el sentido de ‘no saque usted demasiado la cabeza o el pecho porque puede pasarle como a Garzón”. Pues bien, hay temas en los que conviene no dejarse avasallar y sacar la cabeza, porque es hora de comenzar a revisar no sólo la Historia sino, incluso, el actual marco constitucional.
La investigación pretendida por Garzón se encuadraba exclusivamente en el ámbito jurídico y, por tanto, tenía y tiene sus límites, que son los establecidos por el ordenamiento en su conjunto; aparte de esos límites, la misma debía ajustarse a determinadas normas procesales, que en todo momento fueron respetadas. Lo incomprensible es el resultado: una investigación judicial cuestionada y cuestionable en contra del investigador.
Por sorprendente que parezca, al mismo tiempo que a Garzón se le somete a proceso, surgen una serie de posicionamientos que pretenden reescribir la Historia, ya sea desde la perspectiva de la justificación de lo sucedido, sobre la base del “y tú más malo aún”, o desde una pretendida equidistancia, lo que en materia de derechos humanos es imposible, porque esa supuesta equidistancia es tanto como la negación de la justicia.
Lo más preocupante es que determinadas instituciones estén generando materiales divulgativos que no sólo adulteran la Historia, sino que parecen servir de plataforma para justificar comportamientos que en cualquier Estado de derecho serían considerados terribles crímenes; surge así un proceso revisionista de la Historia como el que en algún momento, y por sectores marginales, se ha pretendido desarrollar en torno al nazismo, intentando restar culpa a Hitler o presentándolo como una víctima de su propio régimen.
Este tipo de comportamientos sólo es comprensible cuando lo que no se ha hecho es una revisión judicial de lo sucedido. De haberse permitido la misma, sin duda que ninguna academia se atrevería a presentarnos a Franco como un personaje simplemente “autoritario”; fue un dictador y comparte culpa con una serie de personajes, algunos de ellos muertos, otros no, todos los cuales debieron haberse enfrentado a algo más que al juicio de la historia.
Es más, se ha dicho hasta la saciedad que Garzón prevaricó por pedir los certificados de defunción de quienes, evidentemente, estaban muertos. Ese argumento sólo es válido desde la perspectiva de la ignorancia jurídica, porque, entre otras cosas, una cuestión es la responsabilidad penal, que se extingue con la muerte, y otra muy distinta la civil, trasladable a los herederos. No podemos olvidar que, junto a los asesinatos, las víctimas sufrieron una auténtica depredación económica.
Sin duda, lo que Garzón pretendía con su atacada resolución no era más que eso: determinar en Derecho quiénes eran los fallecidos para luego establecer quiénes son sus herederos y en qué medida se podía actuar civilmente en contra de ellos; está claro que esta visión es la que se pretende ocultar, como otras muchas cosas.
Ahora bien, el problema de fondo es que la Transición española surge de un pacto, no de una ruptura con la dictadura, y, justamente por eso, quien ha pretendido investigar los crímenes del franquismo se enfrenta a la peor de las pesadillas: terminar siendo víctima de esa inconclusa Transición.
En todo caso, si reprochable es que se intente generar una “nueva historia” mutando la realidad y rebajándole el perfil a lo realmente sucedido, no menos pernicioso resulta el intentar, sin juicio ni concierto –aún cuando pueda ser de buena fe–, pasar página: pretender que se ha superado el duelo por los crímenes del franquismo, o que el mismo “no crea una deuda permanente con la sociedad”, como sostiene Santos Juliá, equivale a acoger la tesis de la impunidad.
Este enfoque que pretende dar el problema como algo superado, sienta sus bases en el desconocimiento más absoluto de los sentimientos de las víctimas, pero, al mismo tiempo, es tanto como hacerle un favor a los victimarios; en materia de derechos humanos la página sólo se pasa cuando se ha hecho justicia. Y aquí estamos aún lejos de ese momento.
Para que se pueda asumir de forma sosegada la pérdida del ser querido, el sufrimiento infligido y la humillación padecida, primero habrá de recorrerse un camino que pasa por la búsqueda de la verdad, la exigencia de responsabilidades y la posterior reparación del daño; estos son pasos ineludibles, y pretender saltárselos es el camino más corto para repetir la historia.
Los crímenes franquistas sí generan una deuda social permanente, y la misma sólo podrá amortizarse en la medida que se realicen auténticos esfuerzos por establecer las correspondientes responsabilidades y reparar a las víctimas. España ni puede ni debe pasar la página de la Historia sin antes corregir la redacción de la misma. Y ello habrá de hacerse desde la perspectiva de las víctimas, que es a quienes, al final, hay que reparar.
Gonzalo Boye es abogado